El cuento de nunca acabar.
Después de
años y años de experiencia en lo que respecta a lo inacabado, me he decido a
compartir mi situación con la esperanza de encontrar alguien en mi misma
situación. Supongo que todo empezó cuando nací, que lo hice a medias. En este
sentido no puedo concretar mucho más, ya que no recuerdo nada. Pero hablando
con mi madre, un día me enteré que le tuvieron que practicar cesárea, ya que el
parto se quedó a medias. En realidad todo encaja. Ésa es la historia de mi
vida: todo a medias.
Cuando era
pequeño me regalaron el castillo de Lego. Empecé a montarlo, pero no concluí
nunca el ensamblado de piezas hasta poder contemplar mi obra. Algo muy similar
me ocurrió con la bicicleta. Tuve que dejar de montar, ya que pedalear de forma
constante me resultaba aburrido. No solía representar ningún problema. Me
quedaba rezagado del grupo, pero siempre acababa encontrando a mis amigos.
Decidí dejar de montar en bicicleta el día que me dio un ataque de “a medias”
en una pendiente ascendente. Ni siquiera tuve reflejos para apretar la maneta
de freno y que todo quedase en un susto. Simplemente, dejé de pedalear y de
realizar cualquier otra acción. Recuerdo que empecé a recorrer de nuevo el
mismo camino que había realizado hacía unos minutos, pero en sentido contrario
y de espaldas. Los quince primeros metros resultaron fáciles, ya que los
recorrí en línea recta. Cuando todo parecía ir bien, mi cerebro se reactivó, ¡y
en qué momento! Debió ser el lóbulo derecho el primero en desperezarse, porque
mi mano izquierda cobró conciencia de sí misma y tomó la decisión, sin
consultarme siquiera, de realizar una peligrosa acción por su propia cuenta:
simplemente las puntas de los dedos querían tocar la palma de la mano. No es
que sepa de lo que estoy hablando con exactitud. Todo es pura deducción, ya que
mi mano se cerró, con tan mala suerte que la maneta del freno estaba justo en
medio del recorrido de los dedos. Al convertirse la mano en puño, la zapata de
freno bloqueó la rueda delantera, haciendo que derrapase y me pusiese nervioso.
Como la situación requería cierta frialdad y yo soy de los que hacen todo a
medias, mi único reflejo fue girar el manillar a la derecha, tratando de
compensar la acción tomada por la mano izquierda, con una decisión poco meditada
por parte de la otra mano. Supongo que demandaba protagonismo. Tal vez era sólo
afán de hacerse la heroína. El caso es que, al no ponerse de acuerdo ambas para
salir de la situación, mis pies también quisieron adquirir cierto protagonismo,
de modo que cada uno huyó de su posición en los pedales para intentar que
retomase el equilibrio. No les echo nada en cara: al menos actuaron de forma
conjunta. Hicieron lo que tenían que hacer. Lástima que su intento resultase
inútil.
La bicicleta se escurrió por la arena, haciendo que yo
aterrizara sobre minúsculos granos que se introdujeron bajo mi piel una vez
lacerada. Ni siquiera lloré… Lógico. Simplemente hice unos cuantos pucheros.
El tiempo
fue pasando a medida que yo iba creciendo. No estoy muy seguro de qué acción
está supeditada a la otra. Una vez me paré a pensarlo, pero lo dejé a medias y no
llegué a ninguna conclusión. Supongo que crezco porque pasa el tiempo y éste
pasa para poder crecer. Si no creces el cuerpo se queda pequeño y dada mi
situación, sería ya el colmo. A otras personas que les sucede algo parecido, se
las hormona para que consigan alcanzar una talla mayor.
Recuerdo que un día, estando en el patio del colegio en
pleno recreo, un balón vino hacia mí. Esto no es sorprendente si se me permite
aducir que estábamos jugando al fútbol. Es lógico pensar que cuando los niños
juegan al fútbol, lo que desean con mayor fervor en ese momento, es que un
balón les llegue a los pies para poder hacer alarde de su agilidad y marcar un
gol. Es la manera más fácil de destacar en el colegio. Otra es sacando buenas
notas. A mí siempre me quedaba la mitad de las asignaturas para Septiembre.
Sólo conseguía aprobar un cincuenta por ciento.
El caso es que el balón, protagonista absoluto en esta
coyuntura, se acercó lentamente hasta que mi pie derecho se alzó desde la
punta, enseñando la planta del pie a la figura esférica que se acercaba. Una
vez entraron en contacto me decidí a tomar acción en el juego. Tenía varias
opciones: podía correr por la banda derecha, en línea recta desde donde estaba
situado, hasta llegar a tres metros de la raya de fuera y dar un pase a otro
compañero para que rematase a puerta; también podía regatear al rival que tenía
de frente a mi izquierda, engañándolo, haciéndole creer que haría precisamente
lo expuesto en la idea anterior y dirigirme al círculo central del terreno de
juego. Una vez ahí podría volver a estudiar mis posibilidades para realizar un
ataque de forma satisfactoria; otra opción viable era pisar el balón con la
intención de retroceder. De esta manera conseguiría dos cosas: una hacer algo
que nadie esperaría y, de ese modo, engañar incluso a mis propios compañeros de
equipo. El factor sorpresa siempre es bueno. Y por otro lado conseguiría el
objetivo principal de dicho movimiento, que era ganar ángulo para poder chutar
el balón hacia adelante sin que chocase con el rival que he mencionado antes, y
que estaba situado delante y a mi izquierda… Barajé otras opciones también
válidas, supeditadas al resultado final. Tenía tantas ganas de realizar bien la
acción y de valorar todos los pros y los contras, que cuando me decidí a dar un
paso para dirigir el balón, me di cuenta de que el esférico ya no estaba en mi
posesión. Aquel día me cayeron unas cuantas collejas. Al final conseguí marcar
tres goles de seis remates a puerta. No recuerdo el resultado final, pero
juraría que ganamos. Al menos prefiero pensar que ganó mi equipo: es más
reconfortante. Lo que sí recuerdo es que el partido no terminó a medias.
Lógico: sonó el timbre que daba por concluido el tiempo de recreo. Además no
dependía de mí.
Aunque
aquella época es muy confusa por eso de la memoria y el paso del tiempo
(enemigos acérrimos).
El otro día, haciendo limpieza en
casa encontré una carpeta con deberes y exámenes. Por cierto, cariño, si lees
esto, te juro que en cuanto pueda acabo de recoger la casa. Resulta que ojeando
mis deberes me dí cuenta de que mi patología ya se veía reflejada de manera
fehaciente desde mi más tierna infancia. ¿Se puede alguien creer que encontré
una división en la que tuve el valor de poner “sigue con decimales”? Algo tan
descabellado hizo que me parase a pensar, intentando hacer memoria y recordar
otras cosas. Fue entonces cuando me vino a la cabeza mi famoso “así
sucesivamente”… Debía estar en primer o segundo curso. Mis padres me obligaron
a aprenderme las tablas de multiplicar. Tras horas de estudio, no recuerdo si
fue mi madre o mi padre quien me preguntó si ya dominaba el arte de la
multiplicación simple. Dije que sí y me senté en el sofá para recitar la tabla
del tres. Todo empezó bien. Era relativamente sencillo. “Tres por uno, tres; tres por dos, seis; tres por tres, nueve; tres por
cuatro, doce… y así sucesivamente”. Aquel día me creció la patilla derecha
centímetro y medio.
No quiero
extenderme más de lo necesario. Como he dicho desde un principio, mi intención
es que mi problema (porque de veras que puede llegar a ser un auténtico
problema) sea compartido por todas las personas que quieran leer mi historia.
De este modo tal vez encuentre a otros semejantes con esta dolencia y poder
crear una asociación del Síndrome del Todo a Medias (S.T.M.). Al fin y al cabo,
todos los días se descubren enfermedades nuevas. Si bien el cáncer y el
S.I.D.A. han sido denominadas las plagas del siglo XX, tal vez lo que ahora es
una característica de la personalidad humana, sea una enfermedad en toda regla
en un futuro. ¿Quién sabe? Incluso puede que se nos reconozca una pequeña
pensión. No me malinterpreten: no pretendo vivir del cuento en absoluto. Pero
reconozcan que vivir durante años sin aumentos de sueldo, es duro. No es que me
tome mi trabajo a la ligera o que tenga falta de interés. Mi problema (y tal
vez el de más gente) radica en que hacer lo mismo de manera constante y de
forma repetitiva puede llegar a ser peligroso. Y como es lógico, nadie tiene la
capacidad de desarrollar diferentes medios para subsistir de forma sostenible.
No puedo pretender cambiar de puesto de trabajo cada año para poder
concentrarme en algo sin perder la pasión. Es imposible ser médico hoy y
abogado mañana. En este sentido hay que matizar que es la propia dolencia que
padezco la que me impide estudiar diferentes carreras, ciclos formativos o masters para salir del pozo donde, ni
siquiera me he caído. Adivinen: me he quedado atascado a mitad de trayecto en
caída libre.
Hasta hace
poco la fibromialgia no era más que gente con cuento y pocas ganas de mover el
culo. Ahora se sabe que en absoluto carecen de voluntad. Simplemente su día a
día es un infierno. O qué decir de la hiperactividad. Hasta hace bien poco se
curaba a base de capones, gritos e insultos. El síndrome de fatiga crónica o la
astenia primaveral también es algo con lo que muchas personas tienen que lidiar
en su vida cotidiana. A lo que yo me refiero es que mi “todo a medias” se
equipare, por ejemplo, con el trastorno de déficit de atención. Si uno se para
a pensar, es algo muy parecido. El problema es que hace falta que gente que no
tiene este traba se fije en alguien como yo. No es que pretenda excluir a
personas que comparten mi problema, pero cabe pensar que si un médico siente
curiosidad por investigar al respecto, necesitaría que los estudios se llevasen
a término.
Si alguien
considera oportuno hacer pruebas con mi persona, puedo asegurar que me
encantaría poder ayudar. La única condición que pondría es que no pusiesen mi
nombre a la enfermedad. No me gustaría pasar a la historia como “el tipo con la
enfermedad esa”. En realidad, y puestos a pedir y poner condiciones, rogaría
que alguien me asegurase que no iba a sufrir daño alguno.
Para empezar y antes de que me pongan electrodos en la
cabeza o cualquier parte del cuerpo, bastaría con que echasen un vistazo a mi
casa. Mi mujer y yo compramos el piso ajustando nuestras necesidades y
presupuesto. Se que eso es lo que hace todo el mundo. Una vez firmamos la
hipoteca y nos metimos en el piso, nos dimos cuenta de la falta que hacía
realizar algunas reformas. Al no tener dinero suficiente, decidimos hacerlo
nosotros mismos. Es fácil. No hay más que ir a un almacén de material o a una
gran superficie de bricolage y echar un vistazo, decidir qué quieres, tomar
algunas medidas y ponerse manos a la obra.
Si fuese una persona normal y corriente, tendría un piso
cantidad de bonito. En su defecto, contamos con un salón medio pintado, lleno
de agujeros en el techo y cables colgando. Por no hablar del pasillo, que tiene
un techo que quedó muy bien, pero con un suelo medio levantado. Imaginen que
empresa más difícil es ir del cuarto de baño a la habitación, procurando que no
se desencaje ninguna cadera o se tuerza un tobillo. Por no hablar de las
ventanas de madera rústica que nos aíslan del calor exterior en invierno y de
la brisa fresca en verano. Es para verlo.
A pocas personas les ha pasado desapercibido las huellas de
pintura roja que hay en el mando a distancia de la televisión. Nadie se ha
llegado a creer que lo hice aposta para dar cierto aire modernista a diferentes
elementos del hogar. El único radiador que protegí con papeles antes de pintar
es el que sigue cubierto de papeles y está colgado en la única pared sin pintar
de la casa. La alarma la tengo medio instalada. Sólo falta poner detectores de
presencia, un teclado y la sirena, para así evitar que entren los amigos de lo
ajeno. Mi mujer suele echarme la bronca porque ve la marca de haber pasado el
dedo para comprobar que las estanterías tienen polvo y así se queda la cosa. Ir
conmigo al cine es algo de lo que mis amigos huyen. No hay manera de ver
películas enteras. Me cuesta sobremanera concentrarme en un mismo argumento
durante más de cuarenta y cinco minutos. Necesito varias sesiones para
disfrutar de los largometrajes.
¿Y el
coche? El pobre siempre está o limpio por fuera o limpio por dentro. Lo
sencillo y lógico es hacer ambas cosas a la vez, ¿no? Si empleamos la lógica,
resulta más sencillo pagar para que alguien lo haga y, de ese modo, te
cercioras de que al menos, el trabajo se acabe… Pues no hay manera. Voy a una
gasolinera, vacío el coche de trastos, conecto el aspirador, limpio,
desinfecto, vuelvo a llenar el coche y me voy a casa. Hasta que la mujer me
pregunta y tras escuchar mi respuesta, argumenta: “Túnel de lavado, cariño. Túnel de lavado”. Cómo la quiero. Es un
sol. Lo que tiene que aguantar la pobre… En la boda sólo dije “Si”. Por las mañanas, cuando me
despierto, digo “días”. Y no
preguntéis por el café, porque
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