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lunes, 9 de abril de 2012

Semana impía II


La religión y, más concretamente la Iglesia Católica, es una inagotable fuente de inspiración tal que, tras mi anterior entrada en este blog (con impresionante acogida. Todo hay que decirlo), no puedo sino doblegarme ante la idea de no caer en la repetición y continuar el periplo sacro que comencé hace poco.
Y no es que quiera hundir el dedo en heridas de lanza a alguien postrado en una cruz. Es, simplemente, que no entiendo muy bien porqué la jerarquía eclesiástica no se da cuenta de que cada vez que abre la boca, el pan no se multiplica, no: sube de precio.

Si hace poco defendía la idea de que la religión y la docencia son dos ideas que creo que deben estar separadas, el concepto de que una televisión pública retransmita misas y adoctrinamientos varios, directamente me produce un rechazo absoluto. Podría esgrimir cruelmente que, si la gente suele mofarse de los documentales de la sobremesa, la idea de sentarse frente al televisor para ver nada menos que una homilía, es poco menos que desternillante. En realidad, sería todo lo cruel que la Historia permite. Ahora mismo, es lo que hay: por un lado están los devotos creyentes, que se postulan defensores de la fe y, al otro, muy al lado (redundancia poética), están los radicalmente opuestos. Nótese lo subrepticio del uso de la palabra “radicalmente”: Los que niegan, no niegan, apoyan, refutan, disienten o ignoran la creencia en algo que, objetivamente, nos aporta lo que queremos que nos aporte.
Pero, claro: si a algunos les aporta algo mientras, al mismo tiempo, los demás tenemos que soportar insultos, sandeces, falacias y abusos, pues el conflicto es inevitable. Máxime cuando la vía de comunicación está financiada por todo el conjunto de ciudadanos que, forzosamente, se tienen que sentir representados o no en una opinión que nadie ha pedido. Así de retorcido, oiga.

Lo cierto de todo esto es que la opinión de un cura con respecto a la homosexualidad no me importa más que la opinión de un médico, de un portero de discoteca o de un panadero. Opinión tenemos todos, igual que ombligo y esfínter. El problema estriba en usar un púlpito para adoctrinar y hacer de tu opinión el pensamiento de aquellos a quienes quieres “evangelizar”. Más allá de lo que pueda pensar de la opinión de la Santa Madre Iglesia, que me importa muy poco, lo que me preocupa es que siglos después de habernos sometido, engañado, forzado e incluso quemado en la hoguera, siguen teniendo tanto poder como antaño. Y los que entonces eran nobles con los que intercambiar favores, ahora es el Estado. Y esto, queridos lectores, es muy serio.
El Estado somos todos y, por tanto, tendríamos que vernos representados. Siguiendo esta exposición, ¿Por qué la Iglesia ha de tener presencia en la televisión pública? A los que automáticamente esgrimen como excusa el ya manido –Es que es una tradición-, sinceramente, no es excusa. Pero es que, además, no olvidemos que no se armaría tanto revuelo si al final el mensaje no estuviese siempre tan cargado de controversia. Lo que la jerarquía eclesiástica no se para a pensar es que, si su mensaje siempre levanta ampollas, tal vez no tenga tan buena voluntad como ellos creen o nos quieren hacer pensar. Es muy sencillo: lo bueno, no se cuestiona. Creer en una deidad incognoscible no te convierte en dicha deidad.
Por otra parte, algo que me llama poderosamente la atención es ese ímpetu con el que defienden aseveraciones tan prosaicas como la sexualidad, la familia o el aborto… Si tuviese que hacer algún comentario mordaz y sarcástico al respecto, sería algo así como: -…que bien sabéis de eso, ¿verdad?- Pero no voy a decirlo, que me parece muy feo atacar a un blanco tan fácil.
No logro atisbar el beneficio de negar la libertad de los individuos anteponiendo tus propias ideas cuando, pásmate, lo que predicas es tu servicio al Hombre y su naturaleza. En cierto modo (y quiero referir certeza, no eventualidad) siguen teniendo ese gen inquisitivo que tanto mal ha hecho a la raza humana. Siglos de atraso en materia de ciencia y siguen tratando de arrastrar a los demás a ese pozo de ignorancia que, a día de hoy, nos priva de remedios contra enfermedades o váyase usted a saber.

En serio: abran las puertas del Cielo, pero cierren sus bocas y dejen de rebuznar.

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